Cuando uno se carga la mochila para recorrer el mundo en busca de nuevas experiencias, ese mundo puede ser en realidad una representación de algo que no existe: la autenticidad del lugar que se visita es como una obra de teatro. Las comunidades y los operadores turísticos juegan a hacer de ellos mismos y el viajero cree haber vivido una experiencia que jamás existió. ¿Nace el turismo ético?
Leh, en el estado de Ladakh, es el último pueblo que existe hacia el norte de la India. Me costó cinco días llegar desde Nueva Delhi en un incomodísimo colectivo para turistas. Leh es un pequeño paraje budista que zafó de la invasión de los musulmanes, que no llegaron porque no se enteraron de su existencia y tenían muchas otras cosas que conquistar. También resistió la colonización de los ingleses, que estuvieron muy ocupados tendiendo la red de ferrocarriles más grande del mundo y sacando materias primas. A los ingleses, Leh les quedaba un poco a trasmano y no había muchas riquezas para llevarse. Los primeros en colonizar Leh, entonces, fueron los turistas. Llegaron y arrasaron con todo.
Es curioso: desde hace unos lustros, los que más viajan por esa zona son los turistas israelíes, que salen a buscar lugares más o menos parecidos a su hábitat cuando terminan su paso por el ejército (si es que no están trabajando como ahora, claro). Curioso porque alguna similitud hay entre un soldado del ejército del Estado de Israel y un turista de cualquier nacionalidad.
Una mujer inglesa –cuyo nombre no recuerdo– que había decidido armar una ONG (la Woman Alliance of Ladakh) para recuperar los proyectos sustentables, que trabajaba con mujeres y que manejaba el idioma local, me contó que las comunidades de la zona no conocían los conceptos de “falta de espacio” o de “humillación”, y que la idea misma de pobreza era inconcebible hasta que los guiris aparecieron remontando unas sendas intransitables. Aquellos primeros aventureros plantaron banderas a comienzos de los años ‘70, y desde entonces el estado de Ladakh no ha sido el mismo. Los jefes de las comunidades se corrieron hacia el centro, abandonaron sus cultivos y se entregaron al recorrido inútil que pretende el turista moderno, aun el más aventurero. Un movimiento rápido en busca de una autenticidad que jamás existió, llevado por multinacionales del ocio falaz que explotan esos lugares auténticos con tanta profundidad que, cuando terminan de aggiornarlos para el viajero frecuente, ya son otra cosa totalmente distinta. Leh es la prueba: cincuenta siglos de cultura destrozados en treinta años por una industria sin chimeneas. Pero también es sólo un ejemplo extremo del daño irreparable que puede provocar un viajero irresponsable. Es una de las miles de muestras que hablan del turismo como el método más sutil de imperialismo que la sociedad occidental haya logrado implementar. Aunque tal vez esté exagerando, ¿no? Veamos.
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Un periodista franco-argentino viajó hace poco a Bishkek, la capital de Kirghistán, antiguo estado satélite de la Unión Soviética. Allí pasa algo curioso con el turismo: la apertura al mundo occidental comenzó hace tan poco tiempo que los primeros emprendedores que están explotando sus riquezas naturales no manejan los códigos mínimos del viajero internacional. Por ejemplo, el colega estuvo un día entero recorriendo el centro de Bishkek para encontrar un hotel y no porque el taxista fuese un avivado sino porque el hotel no tiene un cartel que diga “Hotel” en su puerta, ni tiene recepción, nadie habla inglés y nadie le puede dar la llave, porque nadie atiende la puerta. El impacto del turismo, en este caso, va a desandar un modelo productivo y lo reemplazará por otro: la acumulación de capital estandarizará el servicio al recién llegado. El modo de hacer quedará asentado.
Los únicos lugares cerrados al turismo internacional son aquellos que están en guerra o cuyos regímenes se oponen abiertamente al mundo occidental. Por ejemplo, ahora, ¿se puede hacer turismo en la Franja de Gaza? ¿En Afganistán? ¿En Uzbekistán? ¿Hay habitación disponible en Argelia? El turista internacional prefiere la experiencia asegurada. La mcdonalización del viajero que pretende conocer el mundo “como era” tiene un fin irreversible: conocer el mundo “como es”. Es decir, la representación simbólica de un imaginario inexistente que logra perpetuarse gracias a la estandarización del pasado como método de explotación. El problema es que ese dudoso pasado empieza a ser difuso cuando se habla de números. Y, finalmente, carece de importancia.
Según la Organización Mundial del Turismo, los viajeros internacionales pasaron de 25 millones en 1950 a 842 millones en 2006. Y aunque la crisis financiera y económica mundial debilitará un poco los números en 2009, se espera para 2020 una explosión turística cuando la China y la India abran sus turistas a la economía mundial. Esto es, cuando terminen de occidentalizarse. Sólo en Estados Unidos, los ingresos por turismo internacional alcanzaron los 680 mil millones de dólares. Este volumen comercial iguala o supera, según el año, al de las exportaciones de petróleo, de productos de alimentación o incluso de automóviles y transporte. El turismo representa una cuarta parte de las exportaciones de servicios, y el 40 por ciento si se incluye el transporte aéreo. En Francia, cuya capital es considerada la ciudad-museo más grande del mundo, es la tercera industria del país. Y después del ocio puro encaramado en los resorts de lujo en las paradisíacas costas del mundo, el turismo “auténtico” es el otro gran motor de la movilidad ociosa. Take a picture.
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Pero, ¿qué quieren verdaderamente esas hordas de cámaras digitales japonesas cuando corren desbocadas desde el bus hacia la calle Caminito en La Boca, por ejemplo? Buscan el tango “auténtico”. O sea, ese tango deslucido por la explotación clásica de la danza contemporánea que hicieron las películas del primer mundo, una fantochada irreal y for export que jamás existió de verdad. ¿Cuál es el impacto cultural de una masa de costumbres superficiales desembarcando cual corsarios que desean aprehender sobre la autenticidad de un mundo que no es? En Sudáfrica, por ejemplo, conocí un emprendimiento en el Valle de las Mil Colinas, en una pequeña población zulú: ahí nos llevaron hace un tiempo en una camioneta a cinco hombres blancos a recorrer un pueblo de negros. Los negros pensaban que los blancos que iban a visitarlos siempre eran los mismos (los blancos somos todos iguales para los negros) y después de un recorrido low profile por el lugar (realmente había un intento de los guías por cuidar la comunidad frente al impacto del turismo), una veintena de niños exponía sus artesanías frente a los cuatro o cinco turistontos que nos sentíamos unos idiotas eligiendo lo mismo, y sin deseo alguno de llevarnos nada. Comprarles algo era hacerles el juego: que dejaran su vida cotidiana, que abandonaran la escuela y se dedicaran a las artesanías por unos cuantos rands. No comprarles nada, en cambio, era hacerlos sucumbir en la humillación de no servir.
Cuando la identidad se convierte en un negocio, y la entrada a la comunidad tiene horario de check out, los valores sociales pierden el horizonte. ¿Cuál? En la entrada de los Valles Calchaquíes, aquí nomás, unos diez kilómetros antes de llegar a Cafayate desde Cachi, a mano derecha, un tipo inventó un pueblo increíble: compró un par de montañas, arropó a los puesteros indígenas alrededor de una iglesia que construyó de madera, les hizo casas que ellos jamás usaron ni usarán y armó un comedor para turistas. Su idea, según dijeron las autoridades de la zona, era mostrar la “población originaria” de los valles.
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¿Se puede detener el fenómeno? ¿O el turismo es un tsunami descontrolado que arrasa con todo aquello que quiere observar? ¿Qué hay que hacer, entonces? ¿Quedarse quieto? ¿No moverse? Si es tan lindo viajar, ponerse la mochila para recorrer otras costumbres, descubrir viajeros que usan lo étnico como una maqueta despintada. Frente a la aventura de un mundo distinto a un click de distancia catalogado por “la” comunidad Google Earth, sólo queda viajar en silencio. Rachel Noble, de la ONG inglesa Tourism Concern, cuenta que comunidades aborígenes de la India, que fueron destruidas justamente por el tsunami, quedaron imposibilitadas de volver a sus lugares originarios. Sus tierras fueron rápidamente vendidas por el Estado a empresas de turismo internacional que usaron las “nuevas” playas para explotar comercialmente esos destinos.
Las comunidades tuvieron que desplazarse, en algunos casos vender sus tierras a muy bajo costo, y volver a la pesca como método de subsistencia. El tsunamigate es no sólo un caso extremo de apropiación económica sino también uno claro de destrucción cultural: no sólo se explota comercialmente a las playas sino que se arrasa con las culturas existentes corridas por un fenómeno natural. Ni siquiera se tiene en cuenta el exotismo como bien explotable sino que simplemente se lo tapa con resorts. De allí la necesidad de Tourism Concern de organizar una campaña para denunciar la falta de ética de las empresas que se dedican al lleve y traiga de payitos. “El turismo organizado por las comunidades puede beneficiar a la gente del lugar. Pero el mercado masivo no tiene tiempo para preocuparse de esos menesteres. Son, justamente, las naciones más ricas las que manejan la industria del turismo, y sus implicancias imperialistas”, dice Noble.
Tourism Concern edita una guía para viajeros conscientes (que no es lo mismo que el turismo militante que azotó nuestro país en la post-crisis del 19 y 20 de diciembre de 2001, pero en algo se parece) llamada Ethical Travel Guide (Guía de viajeros éticos, o algo así). La guía –que viene a ser una rama más del llamado “comercio justo”– por ahora sólo se consigue en inglés, en www.tourismconcern.co.uk, y resume al mejor estilo Lonely Planet unos 300 lugares en el mundo que intentan una explotación turística responsable, si es que ésta no es una paradoja. La guía todavía es escueta, teniendo en cuenta que el mundo es grande, pero es un paso: en Hawai, por ejemplo, recomiendan visitar la National Hawaiian Hospitality Association, organización que promueve el acercamiento de los nativos al mundo del turismo, que allí es manejado exclusivamente por los grandes jugadores internacionales del panza arriba y daikiri en mano. O sea, dicen ellos, se puede hacer playa igual, emborracharse diariamente, tener un amor de verano y saber al menos que la plata que uno deja en ese lugar no va a caer en manos de la timba financiera internacional.
Estos proyectos buscan, en apariencia, romper las caretas de aquellos que promueven la venta de su autenticidad mientras las van uniformando. Pero la experiencia no se transmite, decían las abuelas. En Estados Unidos, la guía invita a visitar las Native American Reservations organizadas por “ellos mismos” y cuyos beneficios quedan en las reservas, aunque “muchos piensan que ese tipo de prácticas degrada la cultura originaria” y la convierten en la encarnación de la autodestrucción. ¿Es ésta acaso una contradicción? La guía propone en Nicaragua, como ejemplo, hacer ecoturismo a través de la ONG Selva, ya que los beneficios quedan en la gente de la zona y hay un programa de reforestación por módicos diez dólares por día. Otra ONG que bien podría pasar por un chiste de la revista Barcelona (pero no lo es) es la African Pro-Poor Tourism Foundation (APTF), cuyo objeto es lograr que, entre safaris sin fines de lucro y ecoturismo responsable, se desarrollen proyectos que saquen a los habitantes debajo de la línea de indigencia. Por último, en el reino de Buthan, una pequeña nación ubicada entre la India y China, se pueden conocer las comunidades locales, estar con los campesinos, mirar pájaros con o sin binoculares gracias a la empresa Snow White Treks Tours, bajo el descanso emocional de saber que vuestros morlacos irán a educación y salud gratuitas. Al menos eso es lo que dicen los folletos.
Y por casa...
No hay referencias a la Argentina en la actual guía de turismo ético, la Ethical Travel Guide que edita Tourism Concern. Pero sí figurarán dos proyectos en la próxima edición, según adelantó la ONG al NO. Uno es el caso de Plan21 (plan21.org), una ONG argentina que promueve el turismo responsable en Manzano Amardo, al norte de Neuquén. Ofrecen trekking, cabalgatas y rafting, y abren la comunidad a trabajos voluntarios. El otro es la Fundación Ideas (fundacionideas.org.ar), centrada en el desarrollo de comunidades en situación de pobreza y en el comercio justo.
Acá nomás, uno de los casos más serios es el de los mapuches en las afueras del cerro Chapelco, en San Martín de los Andes, que no sólo han sido ignorados por el Estado y los turistas sino que también les han contaminado el agua. Por eso, desde hace años cortan cada tanto el acceso al centro de esquí. Tampoco les ha ido bien a las ruinas de los quilmes al norte de Tucumán, en proceso de franco deterioro y no justamente por la inclemencia del sol. Pero si hay una zona que todavía está abierta al viajero en la Argentina es el Impenetrable chaqueño, una de las zonas más indigentes del país. Eso sí: de hostels para mochileros, ni hablemos.
Los antros
Una no muy conocida tradición de antropólogos dedicados al estudio del turismo y su impacto cultural –sobre todo en comunidades pequeñas– sostiene que el turismo no siempre es sinónimo innegable de desarrollo económico. En 1992, Julio Carvajal publicó La cara oculta del viajero (editorial Biblos), donde desmenuza más bien teóricamente el otro lado del trashumante. También Alejandro Otamendi ha realizado varios trabajos sobre la materia: “Con respecto a las comunidades de la Argentina, tendría un poco más de cautela con el tema del ‘impacto’ o ‘consecuencias negativas’, ya que en muchos casos son emprendimientos propios y en ocasiones los turistas son bien recibidos en las comunidades locales”, dice al NO. Por otro lado, Sebastián Valverde trabaja el tema de “Explotaciones turísticas y conflictos interétnicos: las comunidades mapuches próximas al cerro Chapelco”, y dirige una investigación en la UBA sobre el tema, desde que un grupo de pobladores cortó la ruta al cerro a comienzos de la década.
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